
El miedo iba cediendo de a poco, le herida era lev y la caída por el barranco lo había separado del grupo.
Los demás montaraces alejaron al Nazgûl hacia el norte, y al parecer lo estaban persiguiendo, pues sentía los gritos cada vez más distantes.
Decidió seguir el curso del pequeño arroyo que corría casi sigilosamente en el fondo del barranco. Pronto sus orillas se hicieron más bajas a medida que se desviaba hacia el este. Trató de orientarse, ninguno de los mapas que podía recordar tenía ese barranco, ese arroyo debía ser un terrible caudal de agua cerca de tyrn Gorthad, pero desechó la idea al llegar a la entrada del bosque.
Reconoció el camino, la entrada estaba casi escondida, con las señas naturales que sólo un montaraz del norte podría ver, su paso por el bosque le ahorraría al menos una jornada de vuelta al campamento, y podría curarse bien para la próxima expedición.
El brazo estaba entumecido, pero la herida ya no sangraba. Mucha gente pagó un precio más alto por cruzar su acero con un espectro del anillo, y este lobo de Cárdolan sabía que tendría una gran historia que contar al volver.
La oscuridad del bosque era cerrada, al punto de que parecía algo más que la ausencia de luz, parecía un velo silente, una membrana viva que lo rodeaba apartándolo de la realidad. El bosque se ocultaba a su paso, y las formas se hacían difíciles de fijar, como si cobraran con un latido, como un trino repetido durante mucho tiempo.
Silencio.
Un silencio que pesaba sobre sus pasos, donde la noche desgajaba el aire con los sonidos de algunos insectos, o la brisa casi inaudible del búho en plena cacería, ahora era un silencio demasiado denso, casi palpable.
Sus pasos eran cada vez más breves al llegar al claro donde la luna, apenas un girón en el cielo, le negaba toda la luz que podía, dejándolo en una penumbra vacilante, espesa y abrumadora.
“Ya ves, te perdiste de nuevo” la voz en su cabeza reclamaba por sus actos. Siguió caminando, la noche no parecía avanzar…
El frío empezó a golpearlo antes que el cansancio. Un frío glacial que parecía venir de su interior, pues parte de su consciencia recordaba la cálida tarde de estío que hace sólo unas horas había dado paso a una noche sin nubes, tras un atardecer que tiñó las nubes de un carmesí vivo en sus ojos.
Frío, oscuridad y, para que negarlo, miedo.
Estaba desorientado en una penumbra densa, con sus sentidos adormecidos por el frío intenso que contraía cada músculo, obligándolo a temblar hasta casi convertir su cuerpo en una figura vacilante.
En cada paso sus piernas amenazaban con dejar de sostenerlo, los árboles parecían evitarlo cuando buscaba sostenerse para evitar tropezar.
El frío lo dominaba, lo guiaba de alguna manera a través de la foresta velada por la oscuridad más tangible a la que se había enfrentado.
“¿Moriré de frío en pleno verano?” pensó mientras su mente oscilaba como la llama de una vela por el bosque.
Una enorme raíz seca de un antiguo sauce muerto siglo atrás lo emboscó, dando por tierra entre los nudosos pliegues que se perdían inútilmente en el suelo cubierto de hojas húmedas y casi descompuestas.
Quedó liberado a las convulsiones del frío que lo invadía, sintió su aliento cálido escapar hacia la noche, donde las copas de los árboles impedían ver las estrellas.
Su cuerpo se contrajo brutalmente hacia adelante, incorporándose violentamente junto a un grito que no llegó a brotar de su garganta. Arañando la corteza se puso de pie con los dientes apretados, casi a punto de estallar dentro de su boca. Cada músculo se tensó con la sola fuerza de voluntad que le llegaba desde su interior, donde el frío ya no podía afectarle.
De pie, con los puños crispados y blancos, reanudó la marcha firmemente.
“No moriré de frío en verano, soy un montaraz, un dunedain descendiente de los más nobles hombres que el mundo ha visto”.
- Claro que no morirás – contestó la voz en su cabeza.

Caminó hasta perder la noción del tiempo. Las horas parecían alargarse mientras ponía todo su empeño en cada paso. Una senda entre los árboles lo llevaba mansamente, sin tropiezos ni sobresaltos, se detenía a veces, tratando de horadar la bruma densa que ahora lo rodeaba buscando orientarse, pero era en vano.
Sólo. Lejos de cualquier auxilio comenzó a preocuparse por el resto de los suyos.
“Estoy en camino, espero los demás no hayan retrocedido a buscarme y pasen la noche en la aldea cercana al sendero Real”.
Su capa comenzó a cubrirse de gélidas gotas que, como lágrimas, caían silenciosas sobre el suelo.
Sus piernas, entumecidas por el frío y el esfuerzo clamaban por un descanso al igual que su mente, que dibujaba mapas en el aire helado que lo rodeaba.
Podía leer claramente en su memoria los nombres, senderos y atajos de casi toda la zona en la delicada caligrafía élfica de los mapas del campamento.
“Elfos – pensó de pronto – ellos podrían sacarme de este atolladero, aunque no creo que haya alguno cerca, sus oídos finos podrían encontrarme”.
Y así comenzó a cantar en élfico, una canción que recordaba haber oído muchas veces pero que nunca supo cuál era su nombre, entonándola con la voz más clara que pudo brotar del pecho contraído por el frío qu.
Mientras cantaba, el fr